Comencé estudiando una Maestría en Antropología Social porque me encanta el contacto con otras personas, viajar y conocer culturas diferentes. Cuando me instalé en la Ciudad de México con tres bebés y empecé a hacer antropología de escritorio, sentí que me hacía falta ese contacto humano. Un día llegué al Departamento de Posgrado de Psicología de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) y, al darme cuenta de que podía ser terapeuta y volver a interactuar con personas en mi trabajo, decidí inscribirme al Doctorado.

Intenté ser psicoanalista, que en ese momento era lo más prestigioso. La teoría psicoanalítica me encanta, pero no fui capaz de intentar interpretar a las personas que me consultaban, y menos aún de comentarles esas interpretaciones que resaltaban su lado negativo.

Afortunadamente, conocí la Terapia Familiar Sistémica y me formé en el Instituto Latinoamericano de Estudios de la Familia (ILEF), que estaba iniciando. Ahí descubrí que podía observar todos los colores de la vida y de cada persona, no solo el negro, y me encantó.